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13 marzo 2013

Parece que nieva en Amberes

Aprovechando que estaba previsto que el norte de Europa sufriera el ataque de un temporal de frío y nieve el lunes tuve que viajar a Bruselas para una reunión de trabajo y volví ayer.

Desde el mismo control de seguridad ya me quedó claro que no iba a ser nada sencillo. El arco detector, con un sentido del humor que yo nunca le habría atribuido, decidió que había sido agraciado con un control de seguridad suplementario. Me explicó un amable chico de americana de un color imposible que la máquina decide que uno de cada montón se sienta por un momento como un stripper en una despedida de soltero. Una pareja de Guardia Civiles se acercó, me preguntaron si tenía algo que pinchara, yo me abstuve de broma alguna y abrí los brazos como me decían. Sus fuertes manos recorrieron mi cuerpo, yo estaba como si en vez de un Guardia Civil fuera un mago que en cualquier momento pudiera hacer aparecer una pistola donde antes había un paquete de kleenex.

Iba con tiempo, así que revisé un poco las tiendas para comprar regalos para la gente que no has recordado en toda tu estancia en el país. Me senté en un cómodo asiento de metal y cojín desgastado y me puse a leer dejando que las dos horas que faltaban hasta el vuelo fueran pasando.

Vueling nos hizo embarcar puntualmente, una amable señorita que no podía tener el pelo más tirante recogido en un moño me valido el billete. Mi asiento, el 4A ventanilla, era ideal para alguien no mayor a 8 años o que careciera de piernas. Pero fallo en los dos supuestos, así que me tocó encajonarme contra el asiento delantero. Entonces se sentó mi vecino de la 3A. Era un hombre de esos que más que sentarse se inserta en el asiento. El asiento hizo todo lo que puedo para acomodarlo y cedió hacía todas las direcciones, incluida hacia atrás y como yo soy de fémur poco flexible era imposible que siguiera sentado recto. Tenía dos opciones o me ponía girado hacía mi compañero del asiento central como si quisiera declararle mi amor incondicional o me giraba hacia la ventana como si tuviera una rabieta, así que me giré hacia la ventana retorciéndome un poco las piernas rezando para el vuelo fuera corto. Estando en esta posición el comandante nos avisó que por el temporal de nieve en Bruselas no tenía permiso para despegar y que teníamos que esperar, esperar una hora entera con todos sus minutos. Ahora ya tenía la rabieta y no me hacía falta disimular, una azafata se acercó y nos ofreció un vaso de agua. "No gracias generosas".

Tres horas más tarde andaba por el aeropuerto de Bruselas con un juego de piernas digno de Bambi en sus primeros pasos. En el vestíbulo un simpático hombre, de mejillas sonrojadas y bigote de esos con las puntas retorcidas y que miran al cielo me estaba esperando. Sólo hablaba neerlandés, pero aún y así conseguimos entendernos un poco.

Del hotel poco que comentar, un típico hotel de las afueras de todas las ciudades, con sus tristes ejecutivos de corbatas destensadas. Como la cocina ya estaba cerrada cuando llegue mi cena de esa noche fue un sándwich de pollo y unas galletas TUC.

A la mañana siguiente estaba nevando, estaba nevando como si alguien hubiera aprendido a hacer que nevara el día de antes y quisiera demostrar que se sabía bien la lección. Nevaba como si quisieran enterrar a Amberes en nieve. Vino a buscarnos un taxi. La cara del conductor era del que sabe que tiene que cumplir órdenes que le parecen tan inteligentes como ponerle calcetines a un pulpo vivo. El pobre hombre no paraba de murmurar en neerlandés mientras el coche iba perdiendo tracción hasta en la rueda de repuesto mientras íbamos atravesando carreteras y autopistas. Si alguna vez escucháis murmurar en neerlandés no os asustéis, por lo que se sólo están enfadados no es que estén invocando al maligno. Si el neerlandés no sería ya un idioma que escogería yo para una canción de amor, el neerlandés cabreado es digno de un comandante orco.

El chico que tenía que reunirse conmigo había tenido un problema con la nieve y no sabían si podría llegar, así que mientras esperaba me colocaron un despacho vacío. Para ir adelantando algo un compañero vino a ver si podía enseñarme algo y me pidió que lo acompañara a su mesa. Este pobre chico, demasiado joven y demasiado tímido, no estaba para negarme nada. Así que cuando le dije si podía dejar mis trastos y abrigo en ese despacho me dijo que sin problema. Comencé a seguirlo por pasillos y salas y más pasillos. Hasta que llegamos a la puerta de la calle, yo iba en camisa y pantalón de pinzas. Abrió la puerta de la calle. Diez grados bajo cero había, nevaba y hacía viento. No es que solo quisiera enseñarme que nevara, sino que callado como iba se abrochó su abrigo y comenzó a caminar. Así que allí estaba yo, caminando bajo la nieve a diez bajo cero en busca de la mesa de ese hombre.

- Perdona el wc - le pregunté ya en su mesa.
- Tienes que salir y ...
- Es igual no salgo más
- No, solo al pasillo y giras a la izquierda, al final de la sala.

En el pasillo de la oficina me encontré a unos seres con unas botas de goma dura hasta las rodillas, una especie de chubasqueros hechos de lona que se quedaban de pie cuando los colaban en el suelo, unas gafas de protección, cascos negros y mascaras antigás. A punto estuve de decirles "pues yo he salido en camisa". Uno aprende a no hacer preguntas y si en el pasillo de la empresa se encuentra a unos que parecen sacados de la Umbrella corporation pues que estén, luego ya nos preocuparemos cuando vengan los zombis.

Durante ese día se iba alternando la cancelación de vuelos y la posibilidad de volar. Al final se confirmó que el vuelo saldría. Esta vez no hubo suerte y no me tocó el cacheo gratis. Incluso el tiempo mejoró, ya subimos de los diez bajo cero a casi uno bajo cero, los lugareños ya estaban celebrando la llegada de la primavera.

El vuelo duró justo lo que duró el partido del Barça, así que casi pude escuchar el primer gol y los ecos del último.